Hay un arma –un alma– en estos poemas, que se defiende y lucha, ataca y se preserva. No es un revólver, no; aunque podría serlo. Es algo más sutil, más punzante, y un poco más elaborado también. Me refiero a la poesía, al uso y abuso de la poesía, como arma y escudo, cataclismo, fuerza esclarecedora o esbozo de agonía, es decir, como estrategia (indudable) de salvación.
Cada palabra, armada finalmente de sí, parece apuntar a eso: restañar la herida o algo, acaso, más inquietante: nombrarla, darle un lugar, un sitio de preferencia donde lo que tenga que ser, sea, y al mismo tiempo sea otra cosa (siempre otra cosa) desconocida. Lo que importa, en tal caso, no es abolir la ambigüedad de todo sentimiento sino ahondar, mediante el bisturí de la forma, en ese fondo sin fondo, en ese espejo de todos los espejos, que es el corazón en estado de pérdida, o de esa incandescencia que es la pérdida en el ámbito, siempre cambiante, de la poesía. Cada poema como un ejercicio de defensa personal, donde la exposición, en definitiva, no es debilidad sino fuerza.
Del prólogo de Osvaldo Bossi